jueves, 7 de abril de 2016

R.G.P



        Resbala. Camina entre las piedras rozando la punta de su paraguas. No sabe de la vida y le atormenta, o eso piensa, a veces, cuando siente un nudo que va desde su estómago a la garganta y aprieta los puños para no salir corriendo.
        Para calmarse tiene canciones. Empieza con ellas en el baño, cronometra el agua, la pasta de dientes, la crema...
        Cuando sale de casa pisa derecha y cuenta cada paso al ritmo hasta llegar al trabajo. Resbala.
        Los días van pasando y se le escurren por las piernas, los dedos, el pelo, las varices...
        No sabe lo que quiere. Un día piensa en llegar a la cama cansada de tanto recorrer la vida bajo las nubes, otros prefiere cansarse al calor y respirar llenando la tercera parte de sus pulmones pasivos.
        Le alegra cualquier cosa de la misma manera que le hace llorar de rabia o de pena.
        Mueve compulsivamente las manos en círculos recorriendo estrellas imaginarias y fantasea con escribir frente a una gran ventana con los rayos del sol calentándole el pelo.
        En algunas ocasiones tiene tantos sueños que hace listas interminables sobre avioncitos de papel. Al final todo termina en el mismo sitio pero si no da golpes en las puertas es porque sabe que aún no es jueves, y esas listas puede volver a empezarlas. Pisa su dolor. Lo pisa, lo pisa, lo pisa y sonríe cuando ya es solamente una motita.
        Es fácil de calmar. Basta rozar algún libro y baila frenéticamente entre las letras, la tinta, los olores...
        Si el mundo acabase estaría en un botecito con las dedicatorias de su padre.
        Si la observas de lejos es una libélula que choca compulsivamente  contra los arbustos para acabar siempre encerrada en un tarro de cristal.
        Tiene ochenta razones para gritar de alegría pero los domingos a las cinco siente una pequeña cuerda que le roza el pecho y tiembla de frío.
        Hay días en que cada libro, cada canción o cada película le exprimen un poco los párpados, pero los para, por unos días o semanas, con golpes irracionales de brutalidad.
        Sí, a veces resbala. Tropieza. Desde la ventana de mi habitación invento hilos que la elevan y la pasean de un extremo al otro. Ella mira hacia arriba y me sonríe. Sonríe como rabia. Con ardor. Su gesto de látigo hace que perdamos el equilibrio pero ella siempre sigue en pie. Sus uñas son clavos en la acera y en su estómago. Se desliza al compás. Vuelve a entonar las canciones y la cabeza se centra de nuevo.
        Allá va a lo lejos. Sigo su silueta desde arriba. Resbalar, al fin y al cabo, sigue siendo necesario.

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